Aunque el sábado 1 de diciembre hace 4 años que mi mamà se fue, la sigo sintiendo tan cerca como cuando era chica y garabateando las primeras letras aprendìa a escribir "mi mamà me mima".
Còmo me gustarìa volver a esos dìas cuando sobre una mesa redonda de fòrmica en la cocina de nuestra casa de Oncativo -mientras cocinaba unas costeletas a la plancha-
mi mamà ponia en pràctica su tarea de docente.
Recuerdo cuando sentadas en el escalòn de ingreso a una puerta, me contò una historia que yo tenìa que repetir.
Era el ùltimo test que habia aprendido mi mamà maestra en un curso, y yo lo cumplì a la perfecciòn, segùn se enorgullecìa al comentarlo.
Pero tambièn la siento mimandome, mucho màs cerca en el tiempo, cuando una noche de noviembre de hace 6 años, me acompañaba a descubrir a mis mellizos que recièn habian nacido y estaban en la terapia de la Reina Fabiola.
A mis dos manos se sumaron las suyas,mi mirada se multiplicò en la de ella, los corazones latieron al ùnisono frente a esos dos pequeños, Genaro y Valentìn, que nos asombraban con su vida reciente.
Con la misma intensidad mimò a Francisco, Marìa, Joaquin, Paulina y Lucìa.Dimos gracias juntas a Dios por la maravilla de la familia multiplicada y fue ella la que me rescatò de los lugares màs temidos.
Era Chichina la que me mimaba cuando combinaba una manzana verde para mi dieta con una bandeja de tallarines caseros.
Y es ella tambièn la que sigue empujando a Lewis, mi papà, para que con grandeza siga de pie transitando una maravillosa y productiva vejez, extrañàndola y honrándola cada dìa.
Y mima tambièn a Marcela, cuando agobiada de su lucha cotidiana, intenta con una inigualable paciencia ponernos a todos su cuota de sencillez y bonhomìa.
Pero nos mima tambièn cuando la extrañamos, porque nos pone sus mejores recuerdos, las màs dulces làgrimas y el màs esperado encuentro.
Este sàbado, con el corazòn exprimido por su ausencia, dejarè que me mime, como una forma de mitigar el dolor de su ausencia, y en un amarillento papel de cuaderno, intentarè descubrir entre garabatos, ese primer " mi mamà me mima".
jueves, 29 de noviembre de 2007
lunes, 26 de noviembre de 2007
Un vaso de Coca
Este domingo festejamos el cumple de los mellis en un lugar de estos que se dedican a organizar fiestas infantiles.
Genaro y Valentín felices con el primer cumple donde fueron sus compañeritos de escuela.
Mucha adrenalina en la tirolina, el alivio del calor con la guerra de bombuchas, las hamburguesas para el mediodía, pero la Coca, era escasa.En un día con más de 30 grados de temperatura, 40 pequeños que corrían, se lanzaban, trepaban y sudaban, pugnaban también por un vaso de Coca.Cuando reaccioné los enanos ya se habían prendido de un pico de agua para mitigar el calor, mientras que Bernardo, el encargado, seguía aferrado a la misma botella de gaseosa con la que había comenzado el cumple.
La mitad del cumple me la pasé persiguiendo a este sujeto que no entendía que la bebida debía estar fresca y ser abundante.
La iba a pagar, ese no era el problema, además era parte de lo acordado :bebida libre.
Después de unos cuantos eventos organizados para cuatro hijos, y de los cuales pueden dar cuenta mis amigos, he llegado a la conclusión de que a muchos de los dueños de estos lugares no les entran balas.
Creen que los chicos no comen y no beben.
No lo hacen si no les dan, pero si pones cosas que les gustan los chicos también prueban de todo.
En una oportunidad, en un cumple de Paulina, a los chicos les dieron "medio pancho" y fue precisamente mi sobrino Pancho el que se murió de hambre y reclamó primero que nadie.
Pero lo de ayer me volvió a enojar, porque si contratás, recomendás, y pagás, no tienen derecho a ser miserables con un vaso de coca.
Por las dudas les digo el lugar es Escaramujo Sur, que ahora se llama Sur Aventura, pero sirva la advertencia para que mamás y papás que contraten estos servicios remarquen una y mil veces que "ni medio pancho" "ni media coca".
Por suerte en mi canastito había bebidas suficientes como para salvar el momento, sólo que eran Ligh.
Genaro y Valentín felices con el primer cumple donde fueron sus compañeritos de escuela.
Mucha adrenalina en la tirolina, el alivio del calor con la guerra de bombuchas, las hamburguesas para el mediodía, pero la Coca, era escasa.En un día con más de 30 grados de temperatura, 40 pequeños que corrían, se lanzaban, trepaban y sudaban, pugnaban también por un vaso de Coca.Cuando reaccioné los enanos ya se habían prendido de un pico de agua para mitigar el calor, mientras que Bernardo, el encargado, seguía aferrado a la misma botella de gaseosa con la que había comenzado el cumple.
La mitad del cumple me la pasé persiguiendo a este sujeto que no entendía que la bebida debía estar fresca y ser abundante.
La iba a pagar, ese no era el problema, además era parte de lo acordado :bebida libre.
Después de unos cuantos eventos organizados para cuatro hijos, y de los cuales pueden dar cuenta mis amigos, he llegado a la conclusión de que a muchos de los dueños de estos lugares no les entran balas.
Creen que los chicos no comen y no beben.
No lo hacen si no les dan, pero si pones cosas que les gustan los chicos también prueban de todo.
En una oportunidad, en un cumple de Paulina, a los chicos les dieron "medio pancho" y fue precisamente mi sobrino Pancho el que se murió de hambre y reclamó primero que nadie.
Pero lo de ayer me volvió a enojar, porque si contratás, recomendás, y pagás, no tienen derecho a ser miserables con un vaso de coca.
Por las dudas les digo el lugar es Escaramujo Sur, que ahora se llama Sur Aventura, pero sirva la advertencia para que mamás y papás que contraten estos servicios remarquen una y mil veces que "ni medio pancho" "ni media coca".
Por suerte en mi canastito había bebidas suficientes como para salvar el momento, sólo que eran Ligh.
lunes, 12 de noviembre de 2007
Las cuatro estaciones
Algunos lugares de las ciudades -cualquiera que sea- tienen escondidos rincones de historia, de paisajes o de personajes, sòlo hay que por los duendes barriales.
El sàbado a la mañana, con un solcito que entibiaba el comienzo del fin de semana, estacionè mi auto en una calle del barrio cordobès de San Vicente.
Uno de los màs tradicionales, populosos y hoy comercialmente importantes de la ciudad de Còrdoba, en Argentina.
Sobre el frente de una casona tìpicamente sanvicentina, con un altillo cubierto de una enredadera muy verde, habìa un gato negro que se paseaba orgulloso por el zaguàn distrayendo la mirada de la placa de bronce que estaba al lado de la puerta.
Aquì viviò Josè Malanca, rezaba, simplemente la placa.
Màs, abajo, escrito en lapicera otro cartelito ofrecìa "cañas tacuara a 1,50 pesos".
Al golpear las manos -como se hace en los barrios para llamar a los dueños de casa- saliò una mujer representando màs años de los que tiene, con un delantal sobre su falda y acomodando sus anteojos redondos.
La excusa fueron las cañas, las plantas, el verde del lugar, pero con esa expresiòn viva de la naturaleza, aparecieron ràpidamente los duendes del pintor.
"En ese altillo pintaba mi papà, ¿lo quiere conocer?, preguntò presurosa, quien ya se habìa presentado como Ana Marìa Malanca, hija melliza de Blanca y Josè.
Su mamà, una peruana que vino a la Argentina por amor, dejò el sello de su arte en poemas enmarcados al lado de las pinturas de su esposo.
Josè y Blanca, se habìan conocido en Lima, èl le mandò una carta, y ella, enamorada de sus profundos ojos azules, dejò todo y se vino a Còrdoba.
Todo era màgico ese sàbado antes del mediodìa.
Ingresar a la casa de Malanca es encontrar las mismas sillas que pintò en colores naranja y marrones, los aparadores del mismo color con guardas incaicas, repisitas en la misma lìnea y que fueron hechas por las manos del pintor.
"Mi papà decìa que si no hubiera sido pintor hubiera sido carpintero", explica presurosa Ana Marìa.
El interior de la casa es una explosiòn de colores, es como si el tiempo no hubiese pasado, y el padre estuviera en el altillo, mientras la madre poeta criaba a los hijos.
Los dormitorios se mantienen en un degradè de celestes, como lo hizo Malanca.
Una angosta escalera de madera oscura cruje sus escalones recorridos por el tiempo para llegar al Atelier.
En ese lugar, los segundos se detienen, Ana Marìa llora frente al altar que son las pinturas de su padre, mientras me lee un poema en el que Blanca lo despidiò cuando se lo trajeron muerto con la paleta de colores todavìa entre sus manos.
"Acà vivieron las cuatro estaciones, que ahora lucen en el Palacio Ferreyra".
Con el dolor del desagarro de algo muy querido, la hija, entre sollozos, explica que "todavìa no tenemos fuerzas para ir a verlas en otro lado, porque estuvieron aquì muchos años, y eran parte de la casa".
El deseo de Malanca, fue que las obras quedaran en la ciudad y si bien las quisieron comprar de museos internacionales, la familia respetò su voluntad.
El altillo, cobija todavìa amplios lienzos llenos de color y de paisajes del norte argentino y de Latinomerìca, que algùn dìa, tal vez no muy lejano, pasen a las paredes de vaya a saber que museo.
Y serà entonces, cuando la casa del Barrio San Vicente, pierda todo su color.
El sàbado a la mañana, con un solcito que entibiaba el comienzo del fin de semana, estacionè mi auto en una calle del barrio cordobès de San Vicente.
Uno de los màs tradicionales, populosos y hoy comercialmente importantes de la ciudad de Còrdoba, en Argentina.
Sobre el frente de una casona tìpicamente sanvicentina, con un altillo cubierto de una enredadera muy verde, habìa un gato negro que se paseaba orgulloso por el zaguàn distrayendo la mirada de la placa de bronce que estaba al lado de la puerta.
Aquì viviò Josè Malanca, rezaba, simplemente la placa.
Màs, abajo, escrito en lapicera otro cartelito ofrecìa "cañas tacuara a 1,50 pesos".
Al golpear las manos -como se hace en los barrios para llamar a los dueños de casa- saliò una mujer representando màs años de los que tiene, con un delantal sobre su falda y acomodando sus anteojos redondos.
La excusa fueron las cañas, las plantas, el verde del lugar, pero con esa expresiòn viva de la naturaleza, aparecieron ràpidamente los duendes del pintor.
"En ese altillo pintaba mi papà, ¿lo quiere conocer?, preguntò presurosa, quien ya se habìa presentado como Ana Marìa Malanca, hija melliza de Blanca y Josè.
Su mamà, una peruana que vino a la Argentina por amor, dejò el sello de su arte en poemas enmarcados al lado de las pinturas de su esposo.
Josè y Blanca, se habìan conocido en Lima, èl le mandò una carta, y ella, enamorada de sus profundos ojos azules, dejò todo y se vino a Còrdoba.
Todo era màgico ese sàbado antes del mediodìa.
Ingresar a la casa de Malanca es encontrar las mismas sillas que pintò en colores naranja y marrones, los aparadores del mismo color con guardas incaicas, repisitas en la misma lìnea y que fueron hechas por las manos del pintor.
"Mi papà decìa que si no hubiera sido pintor hubiera sido carpintero", explica presurosa Ana Marìa.
El interior de la casa es una explosiòn de colores, es como si el tiempo no hubiese pasado, y el padre estuviera en el altillo, mientras la madre poeta criaba a los hijos.
Los dormitorios se mantienen en un degradè de celestes, como lo hizo Malanca.
Una angosta escalera de madera oscura cruje sus escalones recorridos por el tiempo para llegar al Atelier.
En ese lugar, los segundos se detienen, Ana Marìa llora frente al altar que son las pinturas de su padre, mientras me lee un poema en el que Blanca lo despidiò cuando se lo trajeron muerto con la paleta de colores todavìa entre sus manos.
"Acà vivieron las cuatro estaciones, que ahora lucen en el Palacio Ferreyra".
Con el dolor del desagarro de algo muy querido, la hija, entre sollozos, explica que "todavìa no tenemos fuerzas para ir a verlas en otro lado, porque estuvieron aquì muchos años, y eran parte de la casa".
El deseo de Malanca, fue que las obras quedaran en la ciudad y si bien las quisieron comprar de museos internacionales, la familia respetò su voluntad.
El altillo, cobija todavìa amplios lienzos llenos de color y de paisajes del norte argentino y de Latinomerìca, que algùn dìa, tal vez no muy lejano, pasen a las paredes de vaya a saber que museo.
Y serà entonces, cuando la casa del Barrio San Vicente, pierda todo su color.
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