Cada uno de nosotros reconoce momentos, personas y lugares a través de los aromas que fueron impregnando nuestra conciencia.
Desde el naranjo del patio de mi abuelo, pasando por las tostadas recién hechas sobre la hornalla de la cocina y untada con la nata fresca, hasta los menemistas perfumes importados de la década de los ‘90.
De repente, el olor de los azahares me remontan a las veredas tucumanas, o el perfume de los frescos jazmines de temporada me llevan al momento en que temblorosa llevaba entre mis manos el ramo de novia con las flores recién cortadas.
Las cáscaras de las mandarinas en invierno, el pasto mojado tras la lluvia o el olorcito del cuello arrugado de los bebés, tienen para cada quien un valor singular.
Acomodando papeles, sacando de uso viejos collares, y dejando de lado aros sin par del cajón de mi cómoda, encontré, escondido, un tesoro.
Allí, como esperando ser rescatado del olvido, un pañuelito doblado en triángulo, con unas flores descoloridas de contorno pespunteado se posó inmediatamente en mis manos.
Casi sin darme cuenta lo llevé a mi nariz, e inmediatamente me encontré con mi madre.
Su aroma, el olor de su piel, sus risas, la suavidad de sus manos, su mirada incandescente, estaban concentradas en ese trocito de tela desgastada.
Lo aspiré, como queriendo que tomara forma su cuerpo, su alma.
Pero no estaba.
Estaban los recuerdos más profundos, más sentidos, más cariñosos de aquellos días en que seguramente con ese pañuelito limpió mis mocos o secó mis lágrimas.
O tal vez, fue el pañuelo que tantas veces dejaba olvidado en el bolsillo de su guardapolvo de maestra, y por eso se impregnó tanto de su ser.
Lo cierto, es que no podía dejarlo, temí que de tanto olerlo la perdiera, se esfumara.
Quería llorar pero me animé, respiraba despacito para mantener ese aroma dentro de mí.
Sigilosamente lo volví a guardar, en el mismo lugar, casi como a un frágil cristal, queriendo que para siempre mantenga el olor de mi madre.
Con cierto egoísmo no se lo mostré a nadie para que no se gastara.
El próximo domingo, después del beso de mis hijos, abriré el cajón de la cómoda para encontrarme un ratito con ella y poder decirle también Feliz Día Mamá.
Ese día, como un regalo especial dejaré que mi hermana también lo huela.
Es posible que vos encuentres también a la tuya, simplemente con dejarte llevar por los aromas que le fueron familiares.
viernes, 17 de octubre de 2008
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3 comentarios:
Pasquali... Feliz día para vos, este domingo. Y tu mamá no está en el olor del pañuelito, sino en un rinconcito de tu alma y del alma de todos nosotros, los que tuvimos la enorme suerte de conocerla y de festejar su sonrisa.
Alicia Franchisena
María eugenia: me emocioné hasta las lágrimas al leer tu blog... Y aunque tarde ya te envío mis saludos y mi ¡Feliz día de la madre!!
PD: por cierto..me encanta leer tus blog y me fascinan tus historias
María Alejandra Perna
Me hiciste llorar, Pasquali!!!
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